La dama del pasillo
Hace algunos meses tuve un sueño, uno de esos
sueños tan vívidos que uno tarda algunos minutos en despertar del todo y
descubrir que la realidad se desvaneció en otra realidad. Pensé inmediatamente en escribirlo pero las
obligaciones cotidianas y la necesidad de darle forma me demoraron hasta hoy;
sé que en el camino lo conté a varios amigos, sé también que en el proceso de
convertirlo en palabras se modificaron algunas cosas y no sé con certeza cuales
fueron. Sé en ultima instancia que lo
esencial perdura y tratándose de un sueño a quien le importa la verdad o no de
los hechos, aunque en este caso, tal vez, si importen.
Serían las diez de la mañana de un día de
fines de invierno, fui a casa de un compañero de trabajo a llevarle unas
planillas con Griselda. La casa donde
vivía Luis era una de esas casas antiguas que habiendo perdido su esplendor se
convertían por obligación del tiempo y la economía actual en especies de
conventillos modernos. Se accedía desde
la calle por un pasillo largo en el que se abrían puertas a ambos lados (altas
y señoriales) y donde, de tanto en tanto surgía una escalera, paralela al
pasillo con pasamanos de caño que conectaban con un primer piso de habitaciones
que balconeaban al mismo pasaje de acceso.
Se llegaba a la habitación que ocupaba Luis por una escalera situada al
final del corredor y Griselda, que conocía el lugar mejor que yo, me precedía
ya que el espacio no era suficiente para caminar a su lado sin cierta
incomodidad; a mitad del corredor, Griselda ladeó apenas la cabeza para decirme
–viene (este era un código privado que me indicaba la cercanía de una dama
presuntamente deseable –y además teníamos la suficiente confianza como para
recomendarnos partidos uno al otro-). La
estrechez del pasillo me obligó a dirigir una mirada disimulada con el rabillo
del ojo para no quedar en evidencia y debo decir que aún no olvido (y tal vez
nunca olvidaré) lo que vi furtivamente en aquel atisbo. Supuse en ese momento que no podía existir
sobre la tierra una mujer más hermosa y tal vez supuse bien. Su pelo era rubio platinado, lacio, llegaba a
cubrir su frente por delante cayendo luego suavemente hasta sus hombros; sus
ojos eran de un azul tan fuerte que recordaba fácilmente al violeta. Era alta y delgada, estaba vestida con una
especie de salto de cama muy modesto que por delante se extendía en un
prolongado escote, dejando adivinar la carencia absoluta de otra prenda
interior, y permitiendo presagiar apenas unos senos pequeños, firmes, blancos y
tersos. Toda su piel tenía el aspecto de
una suavidad y una firmeza y acaso debiera decir una tibieza inauditas. Adolecía por supuesto de todo maquillaje y
los rasgos de su rostro eran increíblemente dulces y serenos. (Sí, todo esto entrevisto por el rabillo del
ojo). Murmuré apenas un tímido –Buen día- al pasar a su lado que ella
contestó alegremente con una voz que me sonó juvenil y diáfana.
Llegamos a la habitación de Luis luego de
ascender por la angosta escalera.
Griselda llamó a la puerta y nuestro compañero nos atendió en bata, con
un aspecto realmente deplorable (estaba cursando una típica gripe de fin de
estación) y nos convidó unos mates que yo rechacé amablemente. La habitación, espaciosa, respondía al aspecto
general de la casa; con altos techos, pisos de pinotea y vidrios de colores
repartidos como modestos vitrales. Todo
el conjunto hablaba de una antigua nobleza venida a menos. El desorden imperante y la escasa limpieza
denotaban a las claras el carácter un poco despreocupado de Luis, como así
también su perfil de soltero. La visita
fue corta, y durante todo el tiempo no pude dejar de recordar la visión del
pasillo; no concebía la posibilidad de no volver a ver a esa mujer, y tampoco
podía imaginar un modo de llegar a ella.
No tenía tanta confianza con Luis como para preguntarle por ella, y por
otra parte no tenía otra noticia de su vida que la de su hermosura.
Al salir no volví a verla, lo cual me hizo
sentir mas molesto aún porque ya podía darla por perdida; no contaba con
excusas para visitar a Luis mas allá de esas planillas que ya habíamos
entregado y mi mente se agotaba en vano intentando encontrar otras opciones que
me acercaran a aquella mujer; ya fuera para lograr conocerla o para
desilusionarme de cualquier modo, pero no soportaba esa sensación de haber
perdido la gran oportunidad de mi vida.
Cuando llegamos a la puerta de calle nos
encontramos con un mensajero que le preguntó a Griselda (que me precedía
nuevamente) si sabía si vivía allí el Sr. Lopietro; Griselda efectivamente lo
conocía porque vivía al lado de Luis y tenía alguna amistad con él, así que se
ofreció a entregar personalmente la carta, lo que agradeció el mensajero. Por supuesto que la acompañé agradeciendo al
destino una nueva oportunidad de cruzar a la extraña mujer. En el momento en que iniciábamos nuevamente
el camino por el pasillo hacia adentro se precipitó una lluvia verdaderamente
violenta con grandes gotas que hicieron que Griselda corriera (casi, supongo,
instintivamente ya que no había techo donde llegar a guarecerse). Yo la seguí a alguna distancia y promediando
el corredor vi salir a mi extraña dama, esta vez con una expresión preocupada
en el rostro. Decidí no volver a
desaprovechar esta oportunidad, que tal vez fuera la última y me acerqué a ella
solícito ofreciéndome con un –puedo ayudarla en algo? a lo que ella respondió
inmediatamente –si, claro, nunca mas oportuno, si no lo toma a mal mi tía se
encuentra postrada en cama y acaba de caerse y yo no cuento con las fuerzas
para levantarla, si Ud. fuera tan amable de darme una mano- Mientras decía todo esto sus ojos
(increíblemente azules) revelaban preocupación, pero no desesperación, su
aspecto general era sereno a pesar de la situación. Terminó la frase con un ademán de su mano
derecha que me invitaba a entrar en la puerta a su lado que estaba
abierta. Contesté que por supuesto al
tiempo que entraba por la puerta que me indicara encontrándome en una
habitación alta como las demás, sencilla pero infinitamente pulcra y prolija;
los muebles antiguos parecían corresponder en un todo con la casa que
aparentaba en aquella estancia haber permanecido en su época de esplendor sin
que los años la hubieran dañado; un jarrón de cristal con flores frescas
adornaba y perfumaba el recinto. Al lado
de la pequeña cama de una plaza yacía en el suelo una anciana cuyas visibles
muestras de dolor no empañaban en absoluto su hidalguía sino que la resaltaban. Me presenté ante ella y ofrecí ayudarla;
logré depositarla en la cama sin esfuerzo ya que estaba muy delgada, la arropé
con las sabanas y me agradeció con un –gracias joven, es usted muy gentil- y
una mirada llena de dulzura. Al volver
la vista hacia la puerta vi a la dama de los ojos violeta que se había quedado
allí observando todo con una expresión de tranquila satisfacción, clavó su
mirada directo en mis ojos y me dijo –No se como agradecerle tanta
caballerosidad, solo espero que disponga de tiempo para acompañarme con un té
mientras pasa la lluvia, tómelo como un modesto signo de gratitud.
-Sinceramente no se me ocurre una paga más
espléndida para un servicio tan pequeño, será un placer acompañarla- dije –Pero
antes, si no le molesta, me encantaría saber su nombre.
-Claro, disculpe que no me haya presentado
antes, mi nombre es Ángela, y el suyo?
-Emmanuel, a sus órdenes.
-Por aquí por favor- dijo con ese gesto de su
mano tan suave que no admite réplica
–sígame por favor- dijo mientras ascendía por la escalera junto a la
puerta. Me despedí amablemente de la
anciana y la seguí sin poder dar crédito a mi suerte.
Mientras subía la escalera detrás de ella
reparé en un par de mariposas que se entretenían en una maceta de flores, nunca
había visto otras iguales, eran de una extraña mezcla de colores negros y
violetas y la parte trasera de sus alas se prolongaba en una larga punta
redondeada en el extremo. Una de ellas
quedó momentáneamente atrapada en una telaraña, circunstancia que aproveché
para tomarla delicadamente entre el índice y el pulgar poniendo mucho cuidado
en no dañarla. Al llegar arriba Ángela
me abría la puerta de su casa invitándome a pasar, pasé y mirando sus
increíbles ojos le dije –te traje un regalo- consciente de estarla tuteando por
primera vez, y levanté la mariposa que sostenían mis dedos. Ella fijó la vista en mi mano y luego en mis
ojos y dijo -¿Una mariposa? -No
–contesté- no una mariposa, la vida de una mariposa. Me miró interrogante ladeando apenas su
cabeza, entre divertida y sorprendida, era tan difícil mantener su mirada. Le expliqué –Tenés dos opciones, tomar la vida
de la mariposa y su hermosura, clavarla con un alfiler en un cartón y guardarla
como adorno en tu casa, o liberarla, observar unos segundos su vuelo, y guardar
su hermosura como un adorno en tu alma; lo que te regalo, es la vida de la
mariposa. Se me quedó mirando, con la
cabeza apenas ladeada, la boca imperceptiblemente abierta y una expresión de
asombro, o de agrado, o de ambas cosas.
Sin quitar sus ojos de los míos tomó la mariposa de mi mano con suma
delicadeza. Abrió con la otra mano la
ventana de la cocina, liberó la mariposa fuera de la estancia y se quedó
mirándola unos segundos. Aún miraba
hacia afuera cuando dijo en voz muy suave –Es el regalo mas hermoso que me han
hecho en mi vida.
La memoria y el olvido han jugado a
desgarrar los delicados pasos que nos llevaron hasta el primer beso; se que
hubo pocas palabras, muchas miradas, y una comprensión mutua de la necesidad de
cada acto. Por supuesto ese primer beso
(como todo primer beso) abrió la puerta de otro universo donde las manos y los labios
sembraban caricias que buscaron fructificar en la piel abonada por el deseo
mutuo. El corazón (los corazones, que
eran uno) se aceleraba cada vez más desaforadamente. Del resto recuerdo apenas una piel
blanquísima adherida a mi piel, un sudor perfumado a jazmines, unos ojos
violeta gravitando en el aire y un torbellino final tan inaudito, tan irreal,
tan nuevo como si hubiera sido virgen hasta ese día. No olvido que busqué su placer cada vez y
recuerdo que no recuerdo cuantas veces lo encontré, maravilloso y vibrante
multiplicando el mío. El amanecer
siguiente nos encontró despiertos y amándonos, sé que en alguna hora de la
mañana me despedí por alguna obligación jurando volver pronto, sé que ella me
despidió con la naturalidad de quienes viven toda una vida juntos y se separan
solo para reencontrarse al final del día.
Cuando volví, cerca del atardecer, subí
directamente, y me extrañó en principio no encontrar la maceta con flores en
medio de la escalera donde hacía apenas unas horas había capturado una mariposa
que me regaló el paraíso. La puerta de
arriba estaba cerrada y todo indicaba que había estado así durante años; el
picaporte herrumbrado y las telarañas asentadas me demostraban que me había
equivocado de puerta, aunque íntimamente estaba seguro de estar en el lugar
correcto. Bajé y recorrí todo el pasillo
no encontrando otra escalera de ese lado, y por supuesto la habitación donde
ayer auxilié a la anciana se encontraba en las mismas condiciones. Sabía perfectamente que no había alucinado ni
soñado los hechos; aún tenía el perfume de Ángela en mi piel y el agradable
cansancio de la noche pasada. Seguí
hasta el fondo y subí a la habitación de Luis con la tonta excusa de ver como
seguía y en el transcurso de la visita le pregunté por las habitaciones que me
intrigaban fingiendo interés en alquilar algo por la zona. Me contestó que estaban vacías desde antes
que el se mudara, hace más de un año, pero que podía averiguar con los
propietarios si estaban dispuestos a arrendarlas; aunque creía que en la
habitación de abajo había pasado sus últimos años la antigua dueña de la casa y
que sus nietos (a quienes Luis alquilaba) no estaban dispuestos a ocuparla.
Por supuesto no le conté a Luis (ni a nadie
más en el resto de mi vida) lo ocurrido, tal vez por pudor, tal vez por miedo a
que me considerara loco, tal vez porque era algo muy mío (seguramente por una
mezcla de todos los motivos). Como sea,
mi vida siguió y no fue de las más calmas; viví intensamente toda suerte de
aventuras, incluida la paternidad y el milagro de ser abuelo; aún en la
ancianidad no dejé de probar nuevas actividades, de aprender, de crecer, de
amar y odiar; pero, por supuesto, no pude olvidar a Ángela.
No hace mucho tiempo ella volvió a buscarme;
tan hermosa y joven como aquella tarde y me contó muchos secretos. Me contó que la muerte es una mujer a la que
amamos alguna vez y que según nuestro desempeño puede regalarnos el cielo o el
infierno. Me contó que en siglos de
trabajo nadie le había regalado una vida, que tenía la intención de llevarme
ese mismo día pero mi regalo le despertó un amor tan grande que decidió
otorgarme la vida mas larga e intensa que pude vivir. Me contó que ahora me esperaba la vida a su
lado por todo el tiempo que yo quisiera, y hasta que yo mismo quisiera cesar
(porque la vida eterna –obligadamente eterna- es un atributo del infierno). Me explicó que el cielo o el infierno no
dependen de una vida virtuosa sino de un acto de pasión.
Y aún me hizo un regalo más. Me permitió contarme todo esto a mi mismo en
un sueño (ya que después de la muerte el tiempo no existe –igual que el
espacio-) para que pudiera escribirlo en un cuento y divulgarlo al mundo.
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